Como cada fría noche, cuando el bao de mi aliento empaña la ventana y desde lo lejos vislumbro el farolillo de María que se mece bajo el calor de las brasas, es cuando, de nuevo le espero. Esta vez, quizás, pienso que será la última noche que lo vuelva a hacer. Ya casi no me quedan fuerzas para correr las polvorientas cortinas que con el paso del invierno se han petrificado, como casi tengo el alma. A lo lejos, donde el cielo se junta con las montañas y donde ya casi no se ven los senderos del campo, cuando se pierde la luz de la noche, para dejar paso a la claridad de la luna, es donde cada día y a esa misma hora pierdo la mirada.
Apenas quedan fuerzas para las duras tareas del hogar. La jornada ha sido demasiado agotadora. Comenzó desde muy pronto, cuando la primera rendija del día se coló por el postigo de mi alcoba. Pero ya estaba sola, nuevamente se había marchado.
Los mozos, como a mí me gusta llamarles, dormían aún de manera profunda, ignoraban el sufrimiento de mi corazón. En la cara del más pequeño se denotaba un plácido sueño. Quizás jugaba con ángeles, quizás con ese juguete que siempre añoró, o quizás, mejor aún, con su abrazo.
El mayor, y también en su cama, adoptaba la forma de un bebé, sus codos apretados contra el vientre, sus rodillas oblicuas casi se unían con su mentón, del que salía su dedo pulgar que venía de la boca. Su cara estaba triste, no era la de un niño de su edad. De vez en cuando se giraba, como si tuviera pesadillas, buscaba quizás otro hogar, un lugar donde reinara la armonía y no los gritos y las miradas tétricas de algunos mayores.
Pasaban los minutos, y con ellos las horas, yo iba desde la cocina a la ventana. No quería cerrar el postigo. Me gustaba que desde fuera se viera la luz destellar, de esa manera se percibía vida en el interior. Y con las horas llegó la media noche, y comenzó a lloviznar como solía hacer cada día de enero.
– ¡ Qué bueno, se ve luz a lo lejos, en el comienzo de la vereda! Hablé en voz alta y rompí el silencio de la noche. Éstas eran cada vez más intensas, hasta que se convirtieron en dos luces amarillas que serpenteaban de la misma forma que lo hacía el camino. Ya a la mitad se detuvo y pude ver cómo se bajaba un señor con sombrero y una maleta en su mano. Era don Eduardo, el médico del pueblo. – ¿Qué habrá pasado?, ¿dónde va a estas horas?, me pregunté. Evidentemente era alguna urgencia, de lo contrario no se hubiera desplazado. Más de una noche he dudado en llamarlo, pero la cobardía me lo impedía. También el qué dirán. O no sé, me avergonzaba de mí misma, de haber consentido todo aquello.
Ya la cena hacía sus últimos recorridos por el intestino y volvía a sentir hambre como si fueran las ocho de la tarde, cuando pongo de comer a los niños. Esta noche no habíamos comido demasiado, eran casi las sobras del almuerzo. Un caldo de gallina hervida, que matamos antes de que muriera de vieja y unas papas fritas con el aceite de ayer haber frito el pescado. A los niños les hice una infusión de manzanilla silvestre que nacía alrededor de la casa; la había secado en el verano previendo el duro invierno.
– Un ruido. ¿Habrá llegado ya?, me pregunto en voz alta. Pero no, era de nuevo el motor del coche de don Eduardo que lo ponía en marcha. De casa de doña Alberta sacan a un señor. Es su esposo. Arropando con una larga manta que le cuelga hasta los pies se desplaza con Gaspar. Un buen hombre a quien el tiempo y la edad ya no perdonan. Desde el comienzo del otoño había enfermado y doña Alberta no se separaba ni un momento de él. Vivían juntos desde su mayoría de edad. Habían superado la guerra y quizás eso les hizo más fuertes. Estaban solos, sus hijos marcharon del pueblo desde muy jóvenes a estudiar, y nunca volvieron más que para navidad y alguna que otra fiesta.
Parecía como si esta fría noche de invierno Dios quisiera llevarse a don Gaspar, o que yo durmiera sola, sola para siempre. Parecía como si desde lo lejos se oyeran las voces de los municipales trayendo malas noticias. Era mi pensamiento. Acostumbrada a mal obrar. A perturbarme con sentimientos desgraciados que ya casi no me dejaban vivir. No podía permitirme ni un rato de alegría. La había perdido desde el momento en que dije, – sí quiero.
No era normal, ya el reloj de la ermita tocaba la una de la mañana. Yo aún despierta. Esta noche tendría nuevamente que calentar la cama sola. A mi cabeza venían los sonidos de la taberna del pueblo, donde el humo del tabaco se mezclaba con el olor a alcohol y apenas había silencio para lo cortés. Ahí se unían todos los olores del pueblo. El de res del carnicero de la recova. El de humedad a viejo de la tienda de ropa de la esquina. El de humo del mecánico de los tractores de las tierras. El sudor de los campesinos de la zona. Y entre todos ellos el de María y sus hijas, que de cuando en cuando dejaban entrever sus senos con el fin de que se consumiera un poco más de jamón y vino.
María era madre de dos hembras. Su marido la dejó por una muchacha de ciudad cuando apenas había cumplido veinte. Desde entonces regenta la taberna que heredó de su padre. Un viejo borracho que murió de frío una noche cuando volvía a casa harto de vino. Sus hijas, dos hermosas jóvenes de veinte y pocos años, eran mujeres de mala vida, pues deleitaban a sus clientes con miradas provocativas y de cuando en cuando dejaban acariciar sus pechos con el fin de incrementar la propina de la noche o terminar en el establo de los animales con algún que otro hombre que buscaba en las muchachas las fantasías que no vivía en casa.
Nuevamente me abordaron los malos pensamientos. La desdicha y la envidia hacia esas jóvenes. Porque con el paso del tiempo ya mis pechos no se sustentaban como los suyos. Mi sonrisa de juventud se había convertido en pliegues en mi cara. Odiaba los espejos. Sólo me miraba en ellos al cepillarme los dientes cada mañana, cuando echaba de menos mis incisivos que había perdido una noche cuando también esperaba. Mi imagen me hacía sentir cada vez más desdichada. Incluso justificaba cada una de esas noches donde la vuelta era el peor de los castigos.
El sollozo de las pesadillas de mi hijo me trajo nuevamente hasta la cocina, en busca no sé de qué cosa, con tal de invertir el tiempo. Pero éste no pasaba. Se hacía infinito. Quería que esta noche acabara cuanto antes, o que no hubiera comenzado jamás. Había pensado incluso por momentos ponerle fin a mi vida. Pero me retraía la idea de dejar a los niños solos y en manos de un desdichado. No podría descansar tranquila, los haría unos desgraciados, pensaba.
Por la mañana, cuando despunte el día, preguntaré por don Gaspar. Claro, si mi cara me lo permite. Porque en ocasiones estaba más negra que la de los mineros de la sierra. Hoy apenas quedaban magulladuras de la última agresión. Solo una pequeña incisión en el labio que se disimulaba con un herpes. Eso era lo que contaba cuando me preguntaban las voces indiscretas de la venta. No siembre era un herpes, alguna que otra vez fingía una caída, una coz de los caballos, o cuántas cosas llegaba a inventar con el fin de evadir un: – sí, fue él, lo volvió a hacer. Si se volviera a repetir, no sabría si tengo fuerzas para mentir de nuevo. Se me acabaron los accidentes domésticos. Ya no hay más culpables. No hay excusa que valga, ¿a quién voy a engañar?
La noche se hizo casi interminable. El alba apenas se quería colar por mi ventana. Era casi imposible. Por estas horas, otras noches ya curaba mis magulladuras en el baño. Desisto de la espera y me marcho a la cama, sola como si fuera una viuda joven a la que la fortuna la dejó para siempre. Ya en la cama, cuando el poco calor que desprendía mi cuerpo se transmitió a las sábanas, oí el runruneo de un coche que se acercaba hasta el porche de la casa.
Me puse en pie y recorrí el húmedo pasillo como si no quisiera mirar atrás. Al fondo estaba la sala. Al frente me esperaban en el umbral de la puerta las nuevas horas. Encendí la luz y pregunté mirando desde el postigo superior, – ¿quién es?
– Somos don Eduardo y don Esteban el párroco. Traemos a Julio tu marido.
– ¿Julio mi marido?, pregunté.
– El mismo. Contestaron al unísono.
Sin pensarlo dos veces retiré el picaporte superior de la puerta y giré dos veces la llave, era así como abría cada mañana para salir a echar de comer a los animales antes de que Julio marchara para el campo.
Bajo el dintel de la puerta, y al fondo con una tenue luz del alba despuntando desde lo alto de las montañas percibí la cara de dolor. Se apoyaba en el médico y en el párroco, uno a cada lado de sus hombros. Apenas le quedaban fuerzas para subir el pie derecho y entrar en la casa. La cara de don Esteban parecía decirlo todo, le había visto ese mismo rostro el día en que enterró a su hermana y él mismo cursó las pompas fúnebres.
La templanza de don Eduardo me era más familiar. Era la misma que me ponía cada vez que fingía una nueva caída. Era un rostro de resignación. Sus ojos tan expresivos no dejaban paso a las palabras, que además en esta ocasión sobraban, se habían helado en su boca.
– Llevaba tendido todo el día frente al altar del Carmen, desde donde lo levante y le llevé a casa de don Eduardo para que lo observara. Allí tendido en la camilla y mientras lo reconocían comenzó a vomitar sangre una y otra vez. Cuando don Eduardo no podía parar la hemorragia se dirigió a mí y me pidió la última confesión. Y me dijo que te lo hiciera llegar lo antes posible, en el caso de que él no lo pudiera hacer.
Y allí con dos anónimos testigos confesó sus desgraciadas vivencias. Don Esteban ponía sus manos en la frente, mientras don Eduardo inclinaba la vasija con el fin de que la sangre no se desparramara por toda la consulta.
A medida que iba vomitando su cuerpo se encontraba más débil. Casi no tenía fuerzas para gesticular palabra alguna. Cuando se percataron que era cuestión de horas, decidieron llevarle hasta la casa para que al menos viese por última vez a sus hijos y esposa. Y fuera él quien portase el mensaje.
Ahí estaba, con sus rodillas erguidas y yo impidiendo su paso. ¿Buscaba su lecho de muerte?, pensé. No podía dejarlo pasar. No quería que los niños viesen esa sangre que tanto tiempo oculté yo misma. En un momento, cuando me miró como hizo Jesús a su Padre en la cruz, pareció ablandárseme el corazón. Pero busqué las fuerzas en su última tortura. En el desprecio hacia sus hijos. En el caldero vacío de una y otra vez.
– ¡Lo siento, Dios. Hasta cuándo este calvario!, me repetía incesantemente.
Tendido en el porche de la casa, cuando ya amanecía, vomitó su última ira. Intentó serpentear hasta la puerta. Lanzó sus últimos trozos de estómago, calcinados por el alcohol. Pero no lo consiguió. Desplegó su mano diestra hasta que alcanzó el camisón de Carmen, del que se agarró con fuerza y dijo: – Perdóname amor por haberte hecho tanto daño.
Pero en mi corazón ya no había cabida para el perdón. Más aún cuando desde joven había olvidado la palabra amor. Es decir, no entendía el significado de esas palabras.
– ¿ Mamá, qué sucede?, gritó desde el interior de la vivienda el mayor de los varones.
– Nada cariño. Es don Esteban que viene a llevarse a tu padre.
Cerré la puerta para impedir que desde las habitaciones se vislumbrara aquel desolador final. Por una vez el riguroso luto del párroco alumbró en mí una nota de esperanza. Quizás no ya hoy, pero sí mañana, cuando vuelva la felicidad a mi interior y sea capaz de perdonar, será en ese momento cuando ya no lleve el lastre de mi vida pasada, y vuelva a ser libre.
Será en ese instante cuando la vida me recompense por tanto sufrimiento. Pero estaré fuerte. Tendré entereza para que mis hijos vean envejecer felizmente a su madre. Porque sólo así, juntos, animando nuestras carencias con las mayores de las sonrisas, seremos capaces de continuar en la senda de la vida. Esa que un día tomé de manera equivocada.
Pero nunca es tarde para recobrar la esperanza que alimento cada día con la juventud de mis hijos, que rebosan de calor mi corazón casi congelado.
ORLANDO GUTIÉRREZ RODRÍGUEZ. PERIODISTA
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